Migrantes venezolanos no pueden salir del campamento de Bogotá por la pandemia
La pobreza y la desesperación los reunió en un paraje a las afueras de Bogotá. A punta de bolsas de plástico, medio millar de venezolanos levantaron un campamento donde ahora viven hacinados y sin poder salir por las medidas de confinamiento ordenadas en Colombia para contener la pandemia.
Empezó como un alojamiento temporal. Pero ya van más de 15 días y nadie avista otra opción a corto plazo.
El campamento es una especie de limbo, porque allí viven quienes no tienen medios para subsistir en el confinamiento, pero tampoco pueden devolverse a su país por las restricciones de movilidad y el cierre de fronteras, explica a la AFP Eduardo Hernández, uno de los líderes del grupo.
Es época de lluvias en la fría capital. Los remedos de carpas con suelos de cartón amanecen mojados. Todos temen un brote de COVID-19, ante la imposibilidad de cumplir el distanciamiento social sugerido por la OMS para impedir el contagio.
Lo más difícil “es ver a personas de la tercera edad, mujeres con embarazo de alto riesgo, niños recién nacidos llorando porque de verdad el clima es insoportable, la inhumanidad que hay allí es muy fuerte”, lamenta Hernández.
“Es algo preocupante (…) porque está en riesgo la vida de todos los que estamos allí”, agrega este comerciante de 34 años, padre de tres hijos.
Como unos cinco millones de venezolanos desde 2015, Hernández huyó de la crisis económica en la otrora potencia petrolera.
En Bogotá trabajaba en una fábrica de empanadas que surtía a universidades, pero fue despedido junto con otros colegas por el cese de actividades escolares que la privó de ingresos.
Entonces comenzó el engranaje infernal. Por no poder pagar la renta y los servicios, fue desalojado del apartamento que compartía con ocho personas en el centro de la ciudad.
“El desalojo fue pacífico. A diferencia de (lo que ocurrió con) otros hermanos venezolanos que cuando salieron a la calle para alimentarse, (les cambiaron) las cerraduras, o les tumbaron sus cosas”, reconoce.
Decidido, emprendió el camino con sus familiares y conocidos, a la espera de un bus que nunca llegó. Al norte de Bogotá instaló el primer cambuche (refugio improvisado) al lado de la autopista.
Con los días llegaron más personas y se fueron organizando. Instalaron un centro de acopio para distribuir las donaciones de oenegés y particulares que les permiten sobrevivir y desinfectar el lugar.
Para Hernández el refugio es una bomba de tiempo.
Con información de El Universal