Turismo

Sequía total de turistas se postra sobre el Caribe

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Un puñado de islas caribeñas, con Aruba y Antigua y Barbuda a la cabeza, se exponen a un frenazo total en su gran (y, en la mayoría de los casos, único) motor productivo. Cuando las cosas marchan bien, depender casi íntegramente del turismo es una bendición; cuando se tuercen, es una auténtica calamidad. Y este año, más que torcerse, el rumbo parece haberse quebrado por completo.

Las llegadas de turistas a los países caribeños (y, por tanto, de divisas fuertes: euro o dólar) se desplomarán entre un 57% y un 75% como consecuencia de la pandemia, según los últimos datos del brazo de Naciones Unidas para el desarrollo en América Latina y el Caribe (Cepal). Un hundimiento que supondrá entre 22.000 y 28.000 millones menos de ingresos, que se dice pronto, para unos países que en las últimas décadas lo han fiado todo o prácticamente todo a la capacidad de gasto de los viajeros y que ya venían endeudándose con fuerza desde mucho antes de que la crisis sanitaria hiciese acto de presencia.

“Todas las islas caribeñas lo están pasando mal y mi expectativa es que, aunque las fronteras ya se hayan reabierto y el turismo esté regresando poco a poco, las llegadas no regresarán a los niveles previos hasta que haya vacuna. Serán tres años muy duros”, desliza Robertico Croes, especialista en turismo de la Universidad Central de Florida.

Según las proyecciones más recientes, este año el número de turistas que lleguen a estos países caerá a niveles de dos décadas atrás incluso en el mejor de los escenarios. Y, a diferencia de lo que ocurre en los países europeos más dependientes del turismo (España, Francia, Italia, Grecia, Croacia) o en otros grandes de América Latina (Brasil, México), en el caso del Caribe no hay sustitución posible por turismo nacional. “Podrías llenar el 10% o el 15% de las habitaciones de hotel con turistas nacionales”, agrega Croes. “Pero no merece la pena mantenerlos abiertos con ese grado de ocupación”.

Descontado el golpe inicial, que aún se prolongará durante meses y que será mucho mayor que el del 11-S y la Gran Crisis de 2008 combinados, la clave ahora es que la infraestructura turística —en la práctica, el único tejido productivo del que disponen estos paradisiacos enclaves caribeños— no se anquilose. Que la, hasta hace poco, gallina de los huevos de oro, pueda seguir repartiendo dinero cuando todo pase.

“Sus Gobiernos tendrán que mirar más allá de las herramientas tradicionales para asegurarse de que el sector turístico esté en posición de continuar su contribución sustancial cuando la crisis se disipe”, apuntan Henry Mooney y María Alejandra Zegarra, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en un análisis sobre el tema recién salido del horno.

Aruba, frente a las costas venezolanas, es el epítome de las consecuencias que tendrá la pandemia sobre el Caribe: es según los últimos cálculos del propio BID, el país más dependiente del turismo del mundo, seguido por Maldivas (una economía muy similar, pero enclavada en el Índico) y Bahamas. Su economía ha seguido una trayectoria pendular en el último medio siglo. De depender casi íntegramente del refinado de petróleo hasta mediados de los ochenta, pasó entonces a otro monocultivo: el turismo de lujo, un sector gracias al cual ha logrado multiplicar por cuatro su renta per cápita en solo tres décadas, pero que ha propiciado una nula diversificación.

La contribución directa del turismo al PIB supera con creces el 27% y la indirecta (si se suma el valor de los productos y servicios relacionados de una u otra forma con la actividad turística) roza el 90%, igual que en el empleo. Todo es, de una u otra forma, turismo. Y en estas circunstancias, eso solo podría acabar como ha acabado: la sequía turística causada por el coronavirus hundirá la economía entre un 12% y un 19% este año.

La venezolana Patricia Pinzán vive en Aruba hace tres años. Emigró junto con su hermano e instaló un taller de fabricación de piezas decorativas de vidrio, el negocio familiar que tuvieron que cerrar en su país. Justo antes de que comenzara el confinamiento iba a abrir un pequeño restaurante en la tienda: de nuevo el turismo como eje. ”Tuvimos que parar todo y por suerte todavía no había contratado personal”, explica a EL PAÍS.

Hoy algo más de 20.000 arubanos, la quinta parte de los residentes en la isla están recibiendo un subsidio de 550 dólares, la mitad del salario mínimo, tras haberse quedado sin trabajo. Y a la extensa nómina de trabajadores públicos también se le ha reducido el sueldo un 12%. “Muchos pensaron que esto sería solo por dos meses, gastaron ahorros y ahora no pueden aguantar seis meses o más”, añade Frans Ponson, miembro de una asociación que reúne a dueños de pequeños negocios en la isla. “Es una situación muy difícil: el Gobierno no tiene dinero y Países Bajos [al que, formalmente, pertenece] está poniendo más exigencias de controles para dar más financiamiento”, dice este dueño de una ferretería y un supermercado.

Tras dos meses de cierre de fronteras en los que solo registró 105 casos y tres muertes por la covid-19, la isla caribeña de Aruba se enfrenta a un momento crítico que marcará el devenir de los próximos meses: el de abrirse de nuevo al turismo. El primer fin de semana de julio se vieron por las calles de su capital, Oranjestad, los 200 primeros visitantes europeos, un número ínfimo para los más de 100.000 que recibía cada mes, principalmente de Estados Unidos y Canadá. Y, para colmo, en esa pequeña reactivación aparecieron cuatro nuevos casos de contagio, lo que obligó a las autoridades a revisar el plan de abrirse a los vuelos de EE UU, hoy el mayor foco de la pandemia. Estaba previsto para el 10 de julio, pero aún sigue en el aire.

“Entiendo la necesidad de la reapertura, porque la economía está muy mal, pero si se descontrolan los casos la catástrofe económica puede ser peor. Aunque sigas las normas, estamos expuestos, con dos semanas de la frontera abierta ya tenemos casos nuevos”, expone Ponson. La carrera contrarreloj para salvar la economía choca, aquí también, con los criterios sanitarios y el parecer de su propia población.

Aruba es, como subraya Manuel Vanegas, exasesor económico del Ejecutivo de la isla, “el caso más extremo” pero ni mucho menos el único. Otras islas caribeñas como Antigua y Barbuda, Las Bahamas, Santa Lucía o Dominica, con una dependencia del turismo de entre el 36% y el 54% del PIB y de entre el 33% y el 49% del empleo, están en una posición similar. Las Antillas, una de las regiones que más rápido se ha desarrollado en los últimos años —”en los años cincuenta y sesenta eran islas de hambruna y enfermedad, y el turismo le sacó de esa situación”, desgrana por teléfono— es también una de la que más está encajando los efectos secundarios de una pandemia que estalló casi en la otra punta del mundo: a 15.000 kilómetros de allí.

La ONU ha sido una de las últimas organizaciones internacionales en dar la voz de alarma sobre las dificultades a las que ya se están viendo sometidos los SIDS (el acrónimo en inglés que reciben las islas-Estado en vías de desarrollo), mayoritariamente enclavados en el Caribe, pero también en el Pacífico y el Índico. “Nuestras cifras apuntan a una contracción del sector turístico global de entre el 20% y el 30%, pero esta estimación probablemente se quede corta en los países más dependientes”, explica Pamela Coke-Hamilton, de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) en un reciente análisis.

Hay, básicamente, dos formas de capear una tormenta económica como esta: emitir nueva deuda o echar mano de las reservas internacionales. Y ambos caminos parecen vetados para los caribeños. “El acceso a los mercados de capitales está cada vez más difícil, más aún para ellos, países endeudados, poco diversificados y con niveles bajos de reservas internacionales, suficientes solo para cubrir unos meses de importaciones”, zanja Coke-Hamilton. “A la luz de estas cifras es evidente que, sin asistencia internacional, las consecuencias económicas de la pandemia serán devastadoras”.

Con información de La Patilla.

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